–Pero mañana se trabaja, ¿no? –pregunto sorprendido.
–Sí –me responde la amiga de un amigo, levantando sus hombros.
–Pero mañana es lunes ¿o me equivoco? –sigo confundido
–Mañana es lunes. No te equivocas.
El ruido –mejor dicho, la música– y el conjunto de conversaciones que entabla la gente no me permiten obtener respuestas a la primera vocalización. En verdad, admiro a la gente que puede escuchar con facilidad lo que dice su amigo, novia, barman o lo que fuere, en la mitad de un boliche. Si en vez de escuchar, esa persona comprende a su interlocutor con sólo leer los labios, lo admiro y envidio aún más. Claro está que estoy muy lejos de saber leer los labios. Dame muchas vocales pronunciadas o no vamos a ir a ningún lado.
El epicentro de Casa Rosa, un boliche de la ciudad de Río de Janeiro –y efectivamente con paredes del color cuyo nombre indica–, es el que hoy no me deja escuchar con claridad lo que me dicen las personas. Después de varios intentos, una amiga me confirma que mañana, acá en Río de Janeiro, se trabaja. Mi asombro se debe a que hoy es domingo, son las once de la noche y decenas de personas un poco transpiradas y con cervezas en sus manos, me rodean, sin la menor intención de volver pronto a sus casas. Sin embargo, mañana a la mañana se levantarán para comenzar una nueva jornada laboral.
El hombre de seguridad que está en la puerta de entrada me señala, agitando el índice, una de las ventanas disponibles para pagar mi ingreso al lugar. Segundos antes un amigo me había anticipado que el costo de la entrada era de 25 reales, así que ya me dirijo a la caja, con el entusiasmo y la inocencia de un niño que quiere pagar los caramelos, cuyo envoltorio ya abrió. Sin entender una palabra de lo que se me dice, allí estoy. Luego de pasar una serie de pasillos iluminados por esas clásicas luces que destacan la blancura, incluso hasta de los dientes menos cepillados o las remeras inicialmente blancas devenidas amarillas, estamos en el sector que da al aire libre. Las cervezas comienzan a correr como besos y abrazos. Al menos en Río, son un poco más livianas y hacen las veces de mate. No resulta extraño encontrar a alguien a las 10 de la mañana con una Bohemia o Antartica en la mano, para acompañar la lectura del diario.
Es un laberinto. Pasillos entrecortados por puertas cerradas o por nuevos pasillos. De vez en cuando, aparece alguna remera del Botafogo que hace pocas horas le ganó 2 a 1 al Flamengo, ambos equipos, cariocas. Mi estómago comienza a reclamar comida por medio de sus tradicionales ruidos. Imagino que la chance de comer algo no es viable, sin embargo, de repente entramos a un nuevo ambiente de Casa Rosa, una habitación hasta este momento desconocida. Hacia la derecha hay dos mujeres. Una tiene más cara de señorita y la otra, más bien de señora. Una mesa ofrece, frente a ellas, una seguidilla de vasijas llenas de cosas olorosas, al estilo tenedor libre. Arroz, naranja, pollo, porotos negros y farofa conforman la feijoada, un típico plato de Brasil.
Nos sentamos en algo así como un patio de comidas, cada uno con su feijoada y a la espera de lo que hará ese festival de colores con nuestros jugos gástricos. Tres personas se aproximan a nuestra mesa y se sientan. Detectaron que los seis o siete que somos en esta mesa, somos argentinos.
–Ah mirá. Yo estoy hace ocho años en Río– dice el muchacho acompañado por su novia y una mujer más que no da claros indicios de su vínculo con la pareja. Nunca los dará, por lo cual jamás lo sabremos.
Mi amigo Marcos le cuenta al nuevo compatriota que desde hace unos meses que está en Río de Janeiro haciendo un posgrado. Entonces, el hombre no deja pasar la oportunidad para desenrollar su currículum, por no decir otra cosa, en verdad. Al instante comprendemos que tiene un muy buen pasar económico y que no quiere volver a Argentina, a su “Little Horse” natal. Segundos después arma un podio de las personalidades más destacadas de la historia Argentina, sin mayor propósito que el de satisfacer su verborragia. Con una sonrisa de múltiples interpretaciones, lo incluye a Julio Argentino Roca, destacando la Campaña del Desierto y el pacto comercial concretado con Walter Runciman, encargado de los negocios del gobierno británico, en 1933.
–¿Te gusta encontrarte con otros argentinos? –pregunto a Belén, una amiga de Marcos, que hoy está con el pelo ondulado –ayer, no– y con la cara aún quemada por el sol de hace unos días.
–Con pelotudos como éste, no –contesta en voz baja, pero no por eso, con menor irritación.
Ella me asegura que si bien no le resulta necesariamente molesto cruzarse con otros argentinos, la realidad es que si vino a hacer un posgrado a Río de Janeiro, por algo es.
Belén agarra su cerveza y se va con los labios enfadados por la existencia del ex hombre de Caballito.
Unos minutos más tarde, me voy del sector en el que se come, para dirigirme hacia donde la gente no puede dar un paso sin pasar un objeto extraño o golpear el hombro de otro. Compro una cerveza más y cuando voy a buscarla a la barra, por dentro pienso en practicar el portugués, ya que sólo tengo que decir (gritar) la marca de la cerveza. Considero que hay que pasar de “Antártica” a algo así como “Antárchica”. Lo digo y automáticamente –por alguna razón que no logro descubrir del todo– me siento un estúpido. Será quizás porque el barman, sólo al ver cómo me acerco a la barra, la forma en qué levanto mi mano y vocalizo mi pequeño discurso, percibe que no estoy en seguro de lo que estoy a punto de hacer. Más allá de todo, tras dos fallidos intentos, el barman me acerca la cerveza que ahora tengo en mi mano.
Son las doce de la noche y aún no vi a nadie con una camisa, más que la a cuadros que yo llevo puesta. Se ve que acá no es costumbre. La estética o, mejor dicho, la incomodidad del supuesto buen estilo no es una gran preocupación a la hora de mirarse por última vez al espejo, antes de salir de casa.
Piel por todos lados. Es octubre y ya se siente la pesadez de un diciembre porteño. Mini faldas que le ofrecen una ardua tarea al hombre cuando sus dueñas suben por las escaleras. Pequeñas montaña de latas de cerveza se crean en el pegajoso piso, mientras los tachos de basura, lógicamente carecen de sentido. Sonrisas blancas e interminables cruzan los pasillos, por más que mañana sea lunes y haya que trabajar. Las personas se ven felices. Si hay conflictos en la familia, con la novia, su jefe o sencillamente con su propia mente, los han dejado en el guardarropa. Por más que no haya un cartel que lo indique, acá se viene a bailar, a recordad que el contacto es humano y por supuesto, a tomar cerveza.
Los boliches grandes se suelen caracterizar por tener distintas pistas, en las que la persona puede encontrar diferentes estilos de música con los cuales mover (o no) su esqueleto. Casa Rosa no es una excepción a esta regla, aunque sí se diferencia en algo de sus colegas: No toda la música sale de parlantes. De repente percibo que lo que estoy escuchando no proviene de ninguna máquina reproductora sino del vivo y en directo. Un puñado de músicos que, inicialmente, me resultaban invisibles debido a la gente que tenía frente a mí, hace mover caderas como jamás vi en mi vida. En otra pista –cerrada esta–, una fusión, también de carne y hueso, entre Fun People, Paralamas y otras cosas, se sumerge en neblinas tan artificiales como sensuales.
Todo es mar, los oídos son los que guían tras la caída de párpados. Ahora no es momento de mirar. Todo vibra en un calor que agota, pero no ahoga. Si mañana sale el sol, al menos ahora no es algo que importe. Todo queda claro, por más remeras porteñas que lo contradigan. Río de Janeiro es quien se ríe, y nosotros somos la razón.
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