Dos tambaleantes patas de madera lo mantienen sentado. Van y vienen, de manera que sus hermanas delanteras no llegan a tocar el piso. Algunos se concentran mirando hacia arriba, otros cierran los ojos o miran fijo los motivos accidentales que regala la base del escenario. También están los que sacan la lengua y los que se rascan la barba. Él le exige al rectangular banquito en el que está sentando que no lo defraude y haga caer. Aunque al mirarlo uno teme que eso suceda. ¿Será cuestión de que el espectador cierre los ojos? Siempre el mismo movimiento, pero a distintas velocidades, según lo pida su oído. La cadera se acerca y se aleja del punto inicial, continuamente. Al mismo tiempo, a mayor dificultad, más espacio ocupa su sonrisa. Bill Evans era quien, en 1959, estaba frente a esa prolija seguidilla de teclas blancas y negras para grabar Kind of blue junto a su creador, Miles Davis. Cirilo Fernández es quien, en esta ocasión y bajo el techo de Notorious, se toma el atrevimiento de borrarnos parte de la memoria para que durante cuarenta y cinco minutos no sepamos quién fue Bill Evans. O, al menos, no nos interese hacerlo.
Cirilo tiene padres argentinos pero nació en Suiza. Allí vivió hasta los ocho años, cuando vino para Buenos Aires junto a su madre. Es multiinstrumentista. Aprendió a tocar el bajo mirando, escuchando y transcribiendo lo que hacía Flea en los discos de los Red Hot Chili Peppers. Diego Fernández, su padre, le tiró Mi, La, Re, Do y Sol y eso le fue suficiente para arreglárselas con la guitarra. “Yo quería ser Slash y después quise ser Phil Anselmo”, reconoce. Aunque asegura que desde chico enfocó sus estudios en el piano, instrumento que ya manipulaban su padre, una tía y un abuelo. “Cuando vengo para la Argentina, mis viejos se separan, mi padre se queda allá y mi vieja nos pone a mí y a mis hermanos un profe de piano. Como para mantener un nexo familiar –se ríe–. Posta, fue por eso. Nos obligó.” Con el propósito que fuere, a él le resultó agradable la propuesta.
La actualidad lo encuentra como integrante de distintas agrupaciones musicales. Junto a Mariano Sívori (contrabajo), Nicolás Sorín (sintetizadores y voz) y Daniel “Pipi” Piazzolla (batería y nieto de Ástor), integra Fernández 4, seguramente la banda con que más vínculo tiene a nivel composición y, también, personal. Esto, quitando el hecho de que él fue el portador de la semilla. También está Octafonic, en la que toca el bajo y comparte, una vez más, ensayos y escenarios con Nicolás Sorín, a quien conoció tiempo atrás durante su estadía académica en Berklee, Boston, de donde volvió con dos licenciaturas bajo el brazo: composición de jazz y musicalización de películas. Elbou es otro de los proyectos que comparte con Sorín y al que se suma Juan Rosenbaum. Trío que en 2008 edita el disco Flan y que definitivamente se aleja del jazz para hacer, por momentos, punk liso y llano, un poco de rock, sin dejar de lado algún que otro pasaje más acústico e intimista. Siempre con la castigada voz de Sorín dando la nota.
Entre 1996 y 2000, estuvo estudiando en la universidad de Berklee: “Lo recuerdo como uno de los mejores momentos de mi vida. Lo que estaba buenísimo es que estabas las veinticuatro horas del día rodeado de gente de todo el mundo, súper músicos compartiendo data. Era una usina de información”. Tuvo la oportunidad de escuchar en vivo “La consagración de la primavera”, de Stravinski, y al trío Medeski, Martin & Wood, y de presenciar clínicas de Jonathan Davis, cantante de Korn, y de Chad Smith junto con Gene Lake, bateristas de los Chili Peppers y Screaming Headless Torsos, respectivamente. A su vez, reconoce que mucho de lo que aprendía surgía por fuera de la clase, “en la birrita con el turco que toca no sé qué tambor”. Cada noche, algún living se llenaba de estudiantes y aficionados para disfrutar de la zapada que surgiera en ese instante. “Ahí estaba la cosa fantástica, que es real”, explica Cirilo para todos aquellos que creen que esas fiestas son sólo una extensión del imaginario hollywoodense.
Se saca la gorra. Una maraña rubia, de rulos cosmokramerianos, se esconde debajo de ella. Se la vuelve a poner. Es inquieto y al mismo tiempo atento. Se arremanga el buzo mientras confiesa que en la actualidad no está escuchando nada de música. Quisiera tener tiempo para hacerlo, dice. Luego que se escucha a él mismo y automáticamente que es mentira, que en realidad estás constantemente escuchando música. “En la radio, en el auto, alguno te recomienda algo, lo chequeás. Siempre hay cositas que escuchás y decís ‘uh, ¿y esto?’”.
Años atrás, Cirilo estaba en Estados Unidos cuando se le finalizó la visa de estudiante y tuvo que volver a Suiza. Le ofrecieron un trabajo en un club de jazz en la ciudad de Berna. “Estaba medio como bola sin manija”, confiesa. Y en su momento pensó que el laburar allí también podía venirle bien para ver más seguido a su padre, que residía en esa misma ciudad. “Básicamente el laburo era supervisor de club.” Un agradable eufemismo, producto de la ardua tarea lingüística de recursos humanos. Y retoma: “Era el chabón que abre el boliche, prende los equipos, lleva y trae a los músicos al hotel”. Pero se sentía raro porque al ya haber terminado la escuela, al ya sentirse un músico, quería estar arriba del escenario.
“Estuve expuesto a gente que, quizás, no era mi preferida en cuanto a lo musical –recuerda, haciendo, una vez más, alarde de su cabellera–, como por ejemplo Clark Terry”. Por algo se acuerda de él, sin embargo. “Es un trompetista leyenda el tipo. Estaba para atrás, viejo, toda la columna hecha mierda, no escuchaba nada, medio ciego. Tenía un chabón que lo llevaba, lo subía y bajaba del escenario.” Abre los ojos y toma aire. “Pero agarraba la trompeta, tocaba una nota y te aplanaba. No había nadie con más swing que el viejo ese.” Robert Glassper es otro de los artistas que recuerda haber visto en vivo (a quien ahora sí junan todos, pero que en su momento no tenía nadie, comenta), mientras trabaja en el país del orden. “Tocaba con Kim Thompson, que terminó siendo la batera de Beyonce. Boludo –se frena buscando que el ruido y los movimientos automovilísticos de Salguero y Las Heras lo acompañen–, tocaba que era Tony Williams en minita y con diecisiete años. Una bestia”. Tampoco olvida a los tipos que “la tenían dormida”: “Hacían shows tipo free. Arrancaban y tocaban lo que venga. El tipo presentaba el show así: ‘Bueno, vamos a empezar y a terminar. No sabemos lo que va a pasar en el medio’. No había nombres de temas, nada”.
De cualquier modo, la lectura más cerebral (¿la del paso del tiempo?) que Cirilo hace de aquella época en el club de jazz excede los nombres de los artistas con los que se codeó o fotografió (asegura tener una foto con Herbie Hancock), ya que el verdadero aprendizaje vino con la simple experiencia de existir y abrir la oreja, aunque sea por un rato, junto a las personas que portaban esos grandes nombres. Él habla del verdadero músico, el que está “comprometido con lo que hace, con el hacerlo al máximo durante el tiempo que pueda”.
Un nuevo domingo, un nuevo show con La Boris Big Band. Daniel Camelo, su director, se da vuelta y mira al público. Extiende su brazo derecho con la palma abierta en dirección al pianista. Él se levanta y sonríe. Daniel también sonríe y dice: “El próximo tema es también del repertorio de Cirilo y dice él que está inspirada en una fugazzeta que comió una vez.” Más o menos siete minuto después, sin siquiera haber probado una porción, uno puede dar fe de que esa fugazzeta estaba buena.
Fernández 4 arrancó, en su formato actual, presentándose en vivo los martes de 2011. “Y ahora nos movieron a los sábados –cuenta con orgullo– y el lugar se llena. Hay un crecimiento real de gente a la que le gusta esta música y la viene a escuchar. O sea, ya no viene sólo mi mamá y mi prima.” El cuarteto ha editado No fear, álbum en el que juegan con muchos sonidos, entre la canción y la pieza musical, con el consciente deseo de ser rupturistas, enmarcados en un género (si es que siguen existiendo) al que algunos siempre le han reprochado, de alguna manera, esconderse tras un velo de pretencioso virtuosismo, de solemnidad de claustro. “Cómo hacer para que el jazz rockee o el rock jazzee” es la inquietud de Cirilo que canaliza en su más custodiada criatura musical, justamente Fernández 4.
No mira a otro lado, al contrario. Él se sabe consciente del aura que durante mucho tiempo ha rodeado al jazz y contra esa suerte de esnobismo quiere dirigir su música. Y, según él, esto sucede, en parte, debido a que “el jazz no es simple, no es fácil”. Hasta que un día se cansó de la imagen repetida en la que sólo “tres pibes, hombres, estudiantes de música”, al final de cada presentación en vivo, se le aceraban para preguntarle “¿y qué tocaste acá?”. “Mis orígenes son el rock, el quilombo, el bardo de la gente. Me atraía mucho eso. Y a las veinte de esas tranquilas dije ‘esto es un embole, me gustaría que haya más gente’. Entonces, traté de encontrar algo en lo que no me esté vendiendo –dice con un rostro que flota entre la duda y la aversión al término–, pero que fuese más accesible sin perder interés desde lo musical”.
“‘Qué tenés que escuchar’ es muy fuerte”, responde a la pregunta de cuál cree que son esos discos que un aficionado al jazz tiene que llegar. A veces, el extremismo es útil para invitar a una respuesta concreta. No se hace desear más y empieza a mencionar artistas y discos. Esos que, sin hacerlo explícito, son los que lo han marcado: Kind of blue, el primero. Giant steps y Blue train –ambos de John Coltrane–, Weather Report, Thelonious Monk, Duke Elington. Frena la secuencia y deja el paquetito de azúcar al lado del café. “Empezás por Duke Ellington y no queda nada después.” Vuelve a frenarse y respira. Piensa puntillosamente qué palabras utilizar. Es el hecho de que su voz, sus ideas, sus palabras estén siendo registradas. Es eso. Casi que se puede escuchar el combate neuronal que se está librando dentro de su cráneo. “Quizás suena muy fundamentalista, pero estos fueron los últimos rompedores de paradigmas.” Unos segundos de silencio y dice “después editame, eh”. Ríe con esa misma sonrisa que esboza en las noches de Notorious y Boris Club. Y que probablemente lo acompaña siempre que está disfrutando del momento o que algo lo está desafiando, ya sea una partitura o un pequeño grabador apoyado en una mesa.
Reconoce que “la meca y cuna de todos los que consumimos jazz es Nueva York”, aunque no por eso desprestigia lo que ocurre en nuestro suelo. Sin embargo, en muchas oportunidades, lo que falta en un aspecto, sobra en otro: “Siempre hubo acá una cabeza madura. Estamos acostumbrados a un nivel cultural alto. No sé por qué o en qué momento pasó, cómo es que somos tan ávidos de cosas que están buenas.” El contexto determina las cosas y la música no le escapa. De repente, Cirilo recuerda una clínica que compartió en la provincia de La Pampa con Oscar Giunta, probablemente el baterista de jazz más reconocido del país. “Estaba lleno de bateros que querían saber cómo se hace un blues al estilo Motown. Viste que tocan un poco como para atrás, groovean. Y él les dice ‘sí, está todo bien, ustedes están siempre mirando a los grooveros negros de no sé dónde, pero andate a Corrientes y agarrá a un chamamecero que te toque la guitarra. La va a descoser”.
Si uno busca en YouTube “Fernández 4” lo primero que aparece es una versión en vivo de “Hack or shack”. A la batería no se la puede seguir. Ella se encarga de que sean dos temas distintos sonando simultáneamente. La cabeza de quien escucha el ingreso de “Pipi” Piazzolla siente que cuando acaba finalmente de detectar el ritmo, de capturarlo, milésimas de segundos después se da cuenta de que era todo una quimera. “Es matemática pura”, cuenta Cirilo, golpeándose el pecho con el dedo índice de su mano y asegurando así que esa batería extraterrestre la escribió él y no Piazzolla. “Es un ritmo paralelo. Está tocando en otro lado el chabón. En realidad, la idea era hacer algo que fuera bien cuadrado. Siempre buscamos las métricas irregulares. Y yo quería que pase esto, que fuera bailable, pero que esté totalmente en otra frecuencia.” Cuando Cirilo le muestra por primera vez lo que había escrito en “Hack or schack” al resto de la banda, recibe como devolución un “¿qué carajo es esto?”. Es más, también puede jactarse de haber hecho a Giunta arremangarse su camisa frente a esta canción. “¡Cómo!”, largó Oscar, mientras intentaba reproducir lo que leía y puteaba a Cirilo.
Sin demasiadas vueltas, en su fanpage Fernández 4 menciona que “la idea del grupo es hacer música esencialmente compleja que suene accesible”. Al dialogar con su pianista y principal compositor, se detecta que no hay ningún vestigio de vanidad o condescendencia en dicha frase. Pareciera ser, más bien, el simple (complicado) deseo de que un mayor público comience a acercarse a escuchar discos y ver shows que coquetean con el jazz y quitarse –o al menos intentarlo– cierta cantidad de preconceptos que afloran en la mente de uno al escuchar la palabra “jazz”. “‘Hack or schack’ no es fácil, pero lo ponés y te lo bancás. Pasa por ahí, pero no pasa por ahí. Yo escucho pop, bandas de rock, canciones de Beyonce y me parece que están buenísimas. Me gustan Michael Jackson y Los Beatles. Son canciones simples en las que están buenas las melodías y las armonías. Nosotros agarramos eso y le ponemos un ritmo deforme abajo”.
El cine también es un arte que le resulta cercano. Actualmente está componiendo la música para distintos cortometrajes (“No vas a conocer uno si te los digo”, avisa) y también para publicidades de afuera en las que recibe las indicaciones de “haceme este tema, pero que no sea este tema” y luego él se pone a trabajar. Se ha involucrado, además, con el cineasta Carlos Sorín (padre de su amigo y colega Nicolás) en distintas de sus realizaciones. De cualquier modo, el nombre que surge, indefectiblemente, a la hora de utilizar las palabras “cine” y “música” es John Williams, creador de incansables bandas sonoras como las de E.T., Tiburón, Indiana Jones, La guerra de las galaxias y Superman. De alguna manera, el compositor estadounidense fue uno de los disparadores que hicieron que Cirilo fuera a Berklee para volverse con la licenciatura en musicalización de películas (“Film scoring”). “¿Cómo hace este hijo de puta para emocionarme así? Quería saberlo”, confiesa.
Catorce músicos lo acompañan en el escenario. El especial con composiciones de su autoría continúa. La Boris Big Band ya pasó las cien presentaciones en vivo, en continuado. Cirilo está en el costado izquierdo del elevado escenario. Los que conforman la línea de vientos marcan el tiempo con su pierna. La parte delantera de la suela del zapato se aferra el piso para permitir que la trasera se eleve. De lo contario, la articulación del pie tendría un enorme desgaste y el músico no lograría otra cosa que desconcentrarse. De cualquier manera, toda esta actividad muscular y ósea parece ser autónoma a la persona. Como que ellos se desentienden y saben que ante cualquier adversidad siempre habrá una suela que los podrá traer de vuelta. El suizo de rulos se arremanga la remera hasta hacerla musculosa, toma un poco de vino tinto de su copa, acomoda su gorra para atrás. Y, una vez más, con el aval de Daniel Camelo da inicio al tema que compuso en “homenaje y admiración” a Dimebag Darrell, guitarrista y fundador de Pantera y Damageplan, asesinado por dos disparos en la cabeza el 8 de diciembre de 2004 durante un concierto de Damageplan, en Columbus, Ohio.
“No somos boludos. Aunque la verdad es que sacar un disco físico hoy es de boludo”, cuenta Cirilo respecto de No fear, primer trabajo editado en el que Fernández 4 cuenta con Nicolás Sorín. Sin ningún manifiesto de comercialización musical anexado, agrega: “Como para vendérselo a aquél que quiera tenerlo”. En voz alta, investiga en qué consiste esto de realizar un producto para el público y lanzarlo al mercado. Saca la conclusión de que existe una clara diferencia entre ser exitoso y ser famoso. “Quiero hacer algo a lo que le vaya bien, que le guste a mucha gente. El éxito es que me escuchen ochenta mil personas, no que me conozcan”.
El sonido que sale del tomar decisiones en tiempo real. Si bien hay mucho estudio y ensayo, la improvisación es una herramienta inherente al jazz. La adrenalina de no saber qué es lo que sucederá dentro de cinco segundos. Un pulso. Ese latido original que nunca hay que olvidar del todo. Hay que seguirlo, tenerlo cerca y, al mismo tiempo, faltarle el respeto. Porque Cirilo Fernández entiende a los que ordenan, pero él prefiere romper. De la misma manera que lo hizo con la superficie del mar que empapa las orillas de San Diego a los trece años junto a su padre. Y, casi como quitando toda importancia a lo dicho anteriormente, asegura que el surf es su mayor pasión. “Esa ola en la que me paré fue la que me marcó para toda la vida”, recuerda. Siempre que puede, chequea en Internet esos pronósticos que te dicen si hay o no olas, y si hay, se hace una escapada a Mar del Plata.
Mariano Sívori lo llama y le dice de encontrarse con él. Cirilo le tiene que dar algo y el contrabajista está por la zona, así que aprovecha para dárselo ahora. Luego de que la moza se maraville por sus zapatillas azules, comienza a caminar en dirección a Avenida Santa Fe. “Hace poco vi un documental en el que estaban Medeski, Martin & Wodd, The Bad Plus, Esbjörn Svensson Trio, todos criticados por los tradicionalistas. Están locos. Y el documental era una especie de tesis en contra de los que dicen que esto no es jazz. Y lo fundamentaban mostrando todos los crossovers en la historia. Pero el jazz es justamente todo. Con el tango pasa lo mismo.” Sus pies siguen yendo hacia adelante, pero su mente se frena para buscar algo más. “A Astor lo cagaron a piedrazos y ahora es el repertorio más tocado en todo el mundo.”
Nota original publicada en Revista NaN http://lanan.com.ar/2014/05/cirilo-fernandez/